martes, 6 de marzo de 2012

Ascenso y caída de don Andalucio. XI













XI.


Que cuenta cómo Andalucio entró en la escuela y otros pormenores varios.





I.

Su padre le dijo:

Verás —le dijo—, tienes que estudiar para ser un hombre de provecho.

El ruido era ensordecedor y el niño amordazado por los recuerdos no sabía qué decir:

¡Repito: Andalucio Cortado! —la voz llegaba desde tan lejos en aquel salón comedor. Los niños lo estaban mirando como si aquel niño fuera un extraterrestre. De nuevo la voz y el grito—: ¡Andalucio Cortado! ¿Acaso no está aquí?

Director —dijo un niño apuntando a nuestro ensimismado Andalucio—. Está aquí, está aquí, es éste.

El director bajó de su mesa presidencial y se aproximó a la mesa donde estaba nuestro héroe ausente.

II.

Su padre le había dicho:

Verás —le dijo—, tienes que ser fuerte y valiente. Desde ahora tendrás que hacer las cosas por ti mismo. Yo no podré estar contigo. ¿Entiendes lo que te digo?

El salón comedor era una tumba. El director, que estaba justo detrás del niño ausente, le gritó:

¡Quiere usted hacer el favor de levantarse, Cortado!

El niño despertó asustado. Sin saber qué pasaba vio las sonrisas de terror y placer de sus compañeros de mesa. Se dio la vuelta. El director estaba detrás suya con sus cejas partidas por esta primera salida de tono de aquel alumno recién llegado. Preguntó con la mirada qué ocurría. Los niños rompieron a reir a lo largo de todo el salón comedor de la escuela. El director explotó entonces con la ira de un Júpiter castigando a Faetón:

¡Quiere hacer el favor de levantarse y rezar para que podamos comer todos, Cortado!

Sí, claro —respondió nuestro Faetón.

III.

Conforme avanzaba hasta la tarima donde los niños debían rezar para dar gracias a Dios por la comida que iban a recibir de su mano generosa, Andalucio recordó las palabras de su padre: “Desde ahora estarás solo. Nos veremos. Claro que nos veremos. Pero menos. Debes entender que ahora debes comenzar a aprender a vivir tú solo para ser el día de mañana un hombre de provecho.

Cuando los alumnos de la escuela de los Maristas de Madrid dejaron de reír, Andalucio comenzó a leer la oración en acción de gracias a Dios y su hijo Jesucristo y su madre María. Una voz, la del alumno más peligroso del colegio, susurró a un compañero:

A ese le vamos a dar de lo lindo. Un par de hostias y verás cómo nos reímos.

—¿En qué piensas? —le preguntó Ana durante la comida.

Andalucio, que estaba recordando algunas imágenes de su época de estudiante, despertó y dijo:

—Cosas raras —dijo. Y sonriendo, añadió—: ¿Alguna vez te has preguntado por qué ciertas imágenes que estaban escondidas en tu memoria durante años y décadas, regresan a la superficie y piden ser contestadas? 

Ana guardó silencio. No sabía qué decir. Lo pensó bastante antes de decir: "Explícate mejor." Pero no hubo tiempo. Alguien dijo: "Hora de volver al despacho." 

Antes de entrar en las oficinas de abogados, Andalucio se giró y vio a alguien mirándole allí, frente al edificio, al otro lado de la acera. Llevaba una gabardina gris de cuero desgastada, una boina negra y un libro en su mano derecha. Sonrió. Le sonrió. Por alguna extraña razón, Andalucio tuvo un presentimiento atroz. Un coche soltó un bocinazo tremendo. Hubo otro que le respondió. Y luego otro. En cuestión de segundos la Avenida Velázquez de la ciudad de Madrid donde estaba el despacho de abogados en el que Andalucio trabajaba se llenó de ruido. Un atasco. Alguien había bloqueado y atascado la avenida. 

El hombre de la boina se reunió con otro de abrigo azul. Ambos se sentaron, abrieron el libro y bajo un destello de luz (el sol abriéndose paso entre las nubes) desaparecieron de allí. Un perro no tardó en acercarse al banco. Lo olisqueó: el fuerte olor le provocó que retirara su hocico de forma brusca. Intentaba interpretar aquel rastro, aquel signo de poder extraño. Se trataba de un macho del lugar sin duda. Pero no lo reconocía. El caniche blanco de ricitos esponjosos levantó la pata, marcó el territorio y se reunió con su dueño que ya lo estaba llamando. 

—Ricitos —dijo la voz—. Ricitos, ven aquí. Vamos a jugar un rato contigo. Te vamos a enseñar a leer. 


Alguien dijo: "No merece la pena, déjalo, Manuel." Pero Manuel no quería saber nada de eso: "En esta escuela se hace lo que yo digo y punto. Tú, Ricitos. Ven aquí."