XI.
Que cuenta cómo Andalucio entró en la escuela y otros pormenores varios.
I.
Su
padre le dijo:
—Verás
—le dijo—, tienes que estudiar para ser un hombre de provecho.
El
ruido era ensordecedor y el niño amordazado por los recuerdos no
sabía qué decir:
—¡Repito:
Andalucio Cortado! —la voz llegaba desde tan lejos en aquel salón
comedor. Los niños lo estaban mirando como si aquel niño fuera un
extraterrestre. De nuevo la voz y el grito—: ¡Andalucio Cortado!
¿Acaso no está aquí?
—Director
—dijo un niño apuntando a nuestro ensimismado Andalucio—. Está
aquí, está aquí, es éste.
El
director bajó de su mesa presidencial y se aproximó a la mesa donde
estaba nuestro héroe ausente.
II.
Su
padre le había dicho:
—Verás
—le dijo—, tienes que ser fuerte y valiente. Desde ahora tendrás
que hacer las cosas por ti mismo. Yo no podré estar contigo.
¿Entiendes lo que te digo?
El
salón comedor era una tumba. El director, que estaba justo detrás
del niño ausente, le gritó:
—¡Quiere
usted hacer el favor de levantarse, Cortado!
El
niño despertó asustado. Sin saber qué pasaba vio las sonrisas de
terror y placer de sus compañeros de mesa. Se dio la vuelta. El
director estaba detrás suya con sus cejas partidas por esta primera
salida de tono de aquel alumno recién llegado. Preguntó con la
mirada qué ocurría. Los niños rompieron a reir a lo largo de todo
el salón comedor de la escuela. El director explotó entonces con la
ira de un Júpiter castigando a Faetón:
—¡Quiere
hacer el favor de levantarse y rezar para que podamos comer todos, Cortado!
—Sí,
claro —respondió nuestro Faetón.
III.
Conforme
avanzaba hasta la tarima donde los niños debían rezar para dar
gracias a Dios por la comida que iban a recibir de su mano generosa,
Andalucio recordó las palabras de su padre: “Desde ahora estarás
solo. Nos veremos. Claro que nos veremos. Pero menos. Debes entender
que ahora debes comenzar a aprender a vivir tú solo para ser el día
de mañana un hombre de provecho.
Cuando
los alumnos de la escuela de los Maristas de Madrid dejaron de reír,
Andalucio comenzó a leer la oración en acción de gracias a Dios y
su hijo Jesucristo y su madre María. Una voz, la del alumno más
peligroso del colegio, susurró a un compañero:
—A
ese le vamos a dar de lo lindo. Un par de hostias y verás cómo nos
reímos.
—¿En qué piensas? —le preguntó Ana durante la comida.
Andalucio, que estaba recordando algunas imágenes de su época de estudiante, despertó y dijo:
—Cosas raras —dijo. Y sonriendo, añadió—: ¿Alguna vez te has preguntado por qué ciertas imágenes que estaban escondidas en tu memoria durante años y décadas, regresan a la superficie y piden ser contestadas?
Ana guardó silencio. No sabía qué decir. Lo pensó bastante antes de decir: "Explícate mejor." Pero no hubo tiempo. Alguien dijo: "Hora de volver al despacho."
Antes de entrar en las oficinas de abogados, Andalucio se giró y vio a alguien mirándole allí, frente al edificio, al otro lado de la acera. Llevaba una gabardina gris de cuero desgastada, una boina negra y un libro en su mano derecha. Sonrió. Le sonrió. Por alguna extraña razón, Andalucio tuvo un presentimiento atroz. Un coche soltó un bocinazo tremendo. Hubo otro que le respondió. Y luego otro. En cuestión de segundos la Avenida Velázquez de la ciudad de Madrid donde estaba el despacho de abogados en el que Andalucio trabajaba se llenó de ruido. Un atasco. Alguien había bloqueado y atascado la avenida.
El hombre de la boina se reunió con otro de abrigo azul. Ambos se sentaron, abrieron el libro y bajo un destello de luz (el sol abriéndose paso entre las nubes) desaparecieron de allí. Un perro no tardó en acercarse al banco. Lo olisqueó: el fuerte olor le provocó que retirara su hocico de forma brusca. Intentaba interpretar aquel rastro, aquel signo de poder extraño. Se trataba de un macho del lugar sin duda. Pero no lo reconocía. El caniche blanco de ricitos esponjosos levantó la pata, marcó el territorio y se reunió con su dueño que ya lo estaba llamando.
—Ricitos —dijo la voz—. Ricitos, ven aquí. Vamos a jugar un rato contigo. Te vamos a enseñar a leer.
Alguien dijo: "No merece la pena, déjalo, Manuel." Pero Manuel no quería saber nada de eso: "En esta escuela se hace lo que yo digo y punto. Tú, Ricitos. Ven aquí."
Alguien dijo: "No merece la pena, déjalo, Manuel." Pero Manuel no quería saber nada de eso: "En esta escuela se hace lo que yo digo y punto. Tú, Ricitos. Ven aquí."