miércoles, 21 de diciembre de 2011

Teatro IV



En la cola del paro Proleto comienza a ponerse nervioso y para colmo se le ha acabado el tabaco.

Proleto en un aparte le dice al hombre que está delante de él: Perdone, ¿le importaría darme un cigarro?

Hombre: Cada uno se pague sus vicios- y diciendo esto tira al suelo el cigarrillo que estaba fumando y lo pisa alevosamente con una sonrisa malévola.

Proleto: Al menos me guardará la vez mientras voy a comprar un paquete de cigarrillos.

Hombre: Mire amigo, no me pida nada, que mire dónde estoy por hacer favores, así que se acabó. Y sabe una cosa…- mira a un hombre negro que está en la fila cinco puestos más adelante que él y Proleto-… que la culpa de que usted y yo estemos aquí la tienen ésos né-gros; ve, mire ahí delante, y le dan lo mismo que a usted y que a mí, a eso no hay derecho, y hace el trabajo por la mitad que usted y yo lo hacemos.

Proleto: No estoy de acuerdo, esos hombres negros hacen el trabajo que ni usted ni yo queremos hacer y los explotan el doble que a usted y a mí y los amenazan con expulsarlos del país si se ponen a molestar con esa monserga (según los jefes) de los derechos del trabajador, y déjeme en paz que no me gustan los xenófobos.

Hombre: ¿Qué me ha llamado? Retire eso ahora mismo si no quiere que le parta la cara.

Toda la fila se vuelve al oír que el hombre sube la voz e increpa a Proleto. Hacen un coro y cantan el tanguillo:

El trabajo te lo quitan otros

El banco, el jefe, y el político

Ellos te quitarán además la casa, el coche y el negocio…

No le eches la culpa al negro, al gitano, al árabe…

Ellos están tan necesitados como tú.

La gente vuelve al puesto en el que estaban en la cola. Proleto no aguanta más y decide romper con todo, y para empezar va a dejar la cola del paro.

Proleto: Un hombre no es un número, no es una cosa como una piedra o algo así, un hombre es mucho más que eso, pero no es nada si se deja golpear por otro hombre, no es nadie si se deja oprimir por otros hombres, así que ha llegado la hora de luchar.

La fila se gira hacia el lugar donde está ahora Proleto y cantan:

Aquellos que con aviones privados viajan por el confín de los cielos

Son los que nos golpean, los que nos maltratan,

Aquellos que firman pactos a nuestras espaldas y en nuestro nombre

Son los culpables y a ellos habrá que juzgar y deshabilitar del poder

Solo nosotros el pueblo, los obreros, los de abajo hacemos posible

Sus formas de vida, solo a nosotros nos corresponde juzgarlos

Y por cada euro nuestro que se hayan llevado habrán de pagar otro.

Proleto soy yo, Proleto eres tú, Proleto es él

Proleto somos nosotros, Proleto sois vosotros, Proleto son ellos

Todos somos Proletos y desde hoy tendremos el Poder.

Los componentes de la fila siguen a Proleto y abandonan, tras él, la puerta de la oficina de empleo y se dirigen al Ayuntamiento.

Ascenso y caída de don Andalucio. IV


IV.


Por una de esas mágicas oportunidades que nos da la vida gracias a la literatura, podemos adentrarnos sigilosamente en la casa del barrio de pescadores de la ciudad de Fuengirola conocido como los Boliches y comprobar en qué estado se levanta el joven al que todos conocen en el barrio como Marcos. Y ahí está y ahí lo vemos ahora: muerto de frío, con legañas en los ojos, caminando a trompicones hasta un estrecho aseo lleno de toallas blancas usadas y unas grandes manchas de humedad en el techo, el joven se lava la cara al tiempo que la voz de don Antonio Pescante, su padre, se escucha (mal, pero se escucha) desde la cocina; una voz ronca, fría y rocosa a la que Marcos le siente un profundo respeto y que él puede escuchar desde el aseo a intervalos irregulares:

--Pescaremos en... no lejos de... sí, lo llevo...

--Bien --Esta es la voz de su madre, doña Juana--. Pero ten...

--Lo tendré...

Marcos siente una mano tocando la suya mientras termina de lavarse los dientes; se trata de la hermana pequeña de la familia de los Pescante, la joven Lucía, que lleva en su regazo a Pico, el perrito que su madre le ha regalado hace una semana. Pico tiene cara de sueño, las orejas marrones caídas y un hocico negro sembrado de bigotes color vainilla que no paran de vibrar al interpretar las señales que le llegan de aquel sitio que los humanos llamaban aseo. Desconocemos si Pico supo dónde estaba en esos momentos, pero una cosa estaba clara: no le gustaba el olor que había allí y nunca entraba solo bajo ninguna circunstancia si no era porque Lucía lo llevaba en su regazo como ahora.

--Dile hola a Pico --dice Lucía a su hermano que tiene aún los ojos medio cerrados y la boca llena de dentífrico. Marcos abre la boca y dice apenas siendo capaz de pronunciar las palabras:

--Ho'a, 'ico --Tras escupir en el lavabo y enjuagarse bien, lo repite, esta vez bien--: Hola, Pico, buenos días.

En vista de que Pico no dice nada en respuesta a este saludo cordial y amable salvo lamerse los hocicos con su lengua de color rosa, su ferviente admiradora y madre adoptiva Lucía responde en su lugar:

--Tienes que decir hola cuando te saludan, Pico --dice la niña acariciándole una y otra vez la cabeza como si lo estuviera peinando mientras lo mira a los ojos--. ¿No dices nada? Bueno, ya te iré yo enseñando. No te preocupes. Ya verás --Y a continuación un beso. No, dos. Tres. Pico es todo un don Juan como vemos.

En el salón comedor se escucha ahora la voz grave y firme del locutor del telediario del canal 1 resonando alrededor de la mesa de madera de pino cubierta por un mantel blanco sobre el que hay unos platos, vasos, tostadas calientes y leche, galletas, un tarro de Cacao y una jarra de hojalata llena de humeante café. Frente a la mesa está el aparador de madera de pino lleno de fotos de los abuelos y tíos y tías dejando el sitio justo en el centro para que se vea la televisión, encima de la cual hay un pequeño reloj de plástico blanco y una pequeña estampita de la Virgen del Carmen. Unos cuadros de pescadores y barcas con mucho mar azul a sus espaldas colgados de las paredes conforman junto con un sofá y un sillón marrón el mobiliario del salón, si ignoramos y dejamos sin comentar, cosa que no haremos, esa muñeca rubia de traje blanco propiedad de Lucía que está tumbada ("Está durmiendo," suele decir su dueña cuando no juega con ella) en una silla de las cuatro que están en fila junto a la pared, debajo de un gran espejo que nos muestra la imagen invertida de la familia que desayuna. Una cesta de ropa limpia aún por doblar y colocar en su sitio está junto a la puerta de la habitación del matrimonio de la que solo se ve desde el salón una esquina de la cama (sin hacer) sobre la que hay un gran cuadro de la virgen María. Un calcetín negro solitario se ha caído de la cesta, y está ahí, en el suelo, sin que nadie se haya dado aún cuenta de su tragedia.

Son las nueve de la mañana cuando Marcos sale de casa con su padre rumbo a la playa donde les espera su tío Juan para ir a pescar. Marcos ya tiene once años y parece estar listo para aprender el oficio con el que se ganará la vida y el futuro, aunque hoy no es un día muy propicio porque hay mucho viento de Poniente y el mar está revuelto y la cara de su tío Juan lo dice todo además. Ahora dice a su hermano tirando el cigarrillo y poniendo esos ojos que pone cuando está pensando algo que le preocupa:

--Hoy será mejor que no venga --dice el tío Juan a su hermano Antonio--. Pero tú verás.

--Demasiado Poniente --dice Antonio lentamente tras reconocer el riesgo de la mar esta mañana; luego, mirando a su hijo, le dice--. Vendrás otro día más tranquilo. No hay prisa. Anda, vete a casa.

En casa, doña Juana tiene trabajo para él. Comprar algo de carne en el Mercado, y algo de fruta también; preguntar, "no se te olvide," si doña Isabel está en casa y si está, decirle que la tía Rosario quiere hablar con ella. Todas estas cosas las hace Marcos para cuando han dado las doce y su mente está ya con María, la joven en la que se ha fijado desde hace ya unos meses. Marcos no sabe ni podría explicar qué le gustaba más de aquella joven de pelo negro y ojos marrones almendrados, pero sí sabía que le gustaba, que le gustaba mucho, porque cuando se llevaba semanas sin verla todo se hacía tan insulso y monótono. Su corazón estaba en aquella calle de María por la que ahora pasaba, mirando, para despistar, al cielo, al suelo, a la casa de doña Patricia, de doña Florencia, a una pareja de turistas rubios ("Son finlandeses, hay muchos," se lo dijo su amigo Juanito), en fin, miraba a todos lados de esa calle menos a ése en donde estaba precisamente la casa de ella, la casa que más le importaba, la casa que le ponía contento mirar. Hoy no tuvo suerte y no estaba con sus amigas, pero el simple hecho de haber estado cerca de donde ella estaba suplía una derrota tan pequeña como esa. Se imaginaba con ella de la mano, yendo los dos juntos, por la calle, delante de todos; no le importaba lo que le dijera el bruto de Juanito, porque Juanito no sabía lo que él sabía: que María era más que todas las demás niñas del barrio, y sí, era solo una niña y ellos solo dos niños y estar con niñas era de mariquitas, pero no había forma, porque Marcos estaba encantado cuando la veía. Pasando por la barbería ya había unos cuantos charlando y fumando. Se aprendían cosas allí. Cosas que uno no escuchaba en otros lados.



--Está que no da pie con bola. Roto. Tieso. Pa'tirarlo.

--Ya. Es lo que pasa cuando uno se cree el listo del pueblo.

--Niño --le dijo Tomás el de doña Paca, el mayor, el que había estado en Ceuta--, este no es tu sitio. ¿Y tu padre?

--Deja al niño en paz, Tomás. 

--Lo dejo en paz, lo dejo.

--Es el hijo de Antonio.

--Buena gente, tu padre, bueno, bueno. ¿Tú también serás pescador?

--Sí --contestó Marcos por inercia.

--Bien. Bueno. Eso está bien. Hay que trabajar y ser honrado en la vida, ¿eh, Raúl?

--Y tanto --dice Raúl mirando al suelo y contando las veces que ha escuchado eso de boca de su propio padre.

--Bien. Bueno. Eso está bien, está bien. Niño... --dijo Tomás el de Ceuta a Marcos--: Ven, acércate, hombre, que no te voy a comer...

--Es tímido. Déjalo. ¿Hay pa'rato? --pregunta un paisano de generosa panza cervecera al barbero, el cual lo mira y le dice:

--Depende --dice. Sonriendo luego, añade--: No tardo, hombre, no tardo.

--Va, espero --dice el paisano sacando un cigarrillo y hablando con otro del último partido de fútbol del Madrid. Tomás el de Ceuta, que es alto y delgado y ha recorrido mundo le ha dicho algo al oído a Marcos, que se le ha acabado acercando por fin; luego dice en alto tras haberle dado, así se lo parece a él, la clave de la vida, la que tiene que conocer para evitar los errores que él mismo ha cometido, porque Tomás el de Ceuta es un hombre de mundo y ha tenido que aprenderlo todo él solo y, claro, errores, lo que se dice errores graves, no ha cometido, pero bueno:

--Haz eso y llegarás lejos, ¿eh, Raúl?

--Y tanto --dice su sombra Raúl sumido aún en sus recuerdos.

--Bueno, hombre, bueno, bien, eso está bien --volvió a decir Tomás el de Ceuta mirando a Marcos. ¿Quieres entrar? ¿No? Bueno, hombre. ¿Pues qué quieres?

--No habla mucho. Parece. Su padre tampoco.

--Eso está bien. No hablar. En Ceuta recuerdo a uno que no paraba y nos tenía a todos que nos cagábamos en sus muertos, con perdón --dijo entonces Tomás el de Ceuta mirando a Marcos--. Venga a hablar y hablar y que si su novia era de Málaga y él iba a trabajar en el muelle o yo qué sé, porque su padre, el de su novia, lo iba a meter. La cosa es que fue así. Un día estábamos bebiendo en un bar en Ceuta y se metió en un problema con un moro. Y aquello fue la hostia. Pim, pam, pum. Por aquí, por allá, una en la boca y otra en pim, pam, pum. Sarta de hostias buenas que le dio. El moro lo denunció. Un día estábamos en el barracón y llegó el cabo. Un tonto de la hostia. Y dice. Y grita: ¡González Collado! Y el otro se fue acojonado. Lo metieron en el cala una semana. El moro era amigo de alguien que era amigo del sargento.

--Los moros. Cuidado con los moros --dijo uno saliendo de la barbería recién afeitado. 

--Y tanto --dijo Raúl.

--Cuidado con los moros. Ya te digo --dijo Tomás el de Ceuta poniendo cara de guerra.

--¿Has visto a la Jacinta? --le preguntan a Tomás el de Ceuta.

--No. ¿Por? --dijo Tomás el de Ceuta cambiando el gesto de la cara--. ¿Por?

--Por nada. Parece que preguntó por ti el otro día. ¿No fue? --preguntan a otro.

--No sé --contestan--. Puede. 

--¡Mujeres! --dijo Tomás el de Ceuta.

--Cuidado con ellas. Más peligro que un moro --dijo otro.

--Cuidado con ellas, ¿eh, Raúl?

--Y tanto --añadió Raúl.

--Estás raro tú, Raúl. Qué pasa --dice Tomás el de Ceuta. 


Uno que llega, de unos cuarenta y más gastadas y secas las mejillas de su cara que una mojama, por lo que parece que tiene sesenta. Asoma la cara dentro de la barbería y pregunta al barbero:

--¡Eh, Paco, pa'cuánto!

--Depende --dice Paco. Luego añade--: Veinte minutos.

--Eso dijo hace veinte y aún estamos aquí --dice Tomás el de Ceuta--. Oye, tú --le dice a uno que ya se va cansado de esperar--. Luego hablamos tú y yo de la Jacinta, que te he visto venir y no te escapas sin decirme punto por punto qué pasa con la Jacinta.

Marcos no sabía de mujeres y por eso iba a la barbería. Allí se aprendían esas cosas. Cosas importantes que solo los hombres sabían. Para cuando Raúl y Tomás el de Ceuta se enfrascaron en una conversación sobre jornales y alguien que había ganado algo de dinero llevando y trayendo cosas de Gibraltar, que eso era trabajo y no otros, nuestro joven Marcos vio a María de la mano de su hermana mayor Ana. Si le hubieran dicho que lo hiciera jamás se habría atrevido, pero el hecho es que corrió hacia ellas y se puso al lado de la hermana mayor de María y le preguntó a dónde iban. Iban a la casa de una familia a trabajar. De qué. De qué va a ser, niño: a limpiar. ¿Tú no tienes nada que hacer? Vete a casa, anda. Pero no se va; se queda. Las acompaña callado y a ratos ruborizado, porque la hermana mayor de María parece saber mucho de lo que él se suponía que tenía que esconder pero ella ya sabe. 

--Tu eres el hijo de doña Juana, ¿verdad? --dijo la hermana mayor de María poniendo cara de muy seria y muy seria de verdad. Marcos contestó que sí con la cabeza.

El niño no sabía que más decir por lo que no dijo nada, limitándose a acompañarlas mientras Ana le decía a su hermana pequeña María, que había dicho algo sobre el ritmo tan rápido de andar, que no dijera nada, que ella ya tenía suficiente con tener que hacerse cargo de ella, que no había derecho, que siempre le tocaba a ella todo, y Marcos y María entonces se cruzaron una mirada y sonrieron. Aquello fue algo especial porque significaba que María y Marcos eran amigos y Ana no. Nunca antes fue un enemigo tan bienvenido para Marcos, pero así fue y así lo estamos viendo. Callados y a ratos cruzándose unas sonrisas, llegaron María y Marcos y su mutuo enemigo Ana media hora después a una casa del centro de Fuengirola, una casa que era un chalet grande, con muros grandes que daban a la calle, grande de verdad, y entonces vio a esa mujer que les abrió la puerta que habló con Ana y luego miró a Marcos el momento justo para preguntar:

--¿Él también entra? --No, él no entraba. 

--No, no --contestó Ana a la sirvienta--. Es un amigo de mi hermana que nos ha acompañado --dijo el enemigo de Marcos, y aquello sí que fue especial, porque significaba que eran en verdad amigos a partir de ahora. Marcos y María. Bonito nombre para un barco de pesca. Algún día se lo pondría al suyo. Y tendría una flota de barcos de pesca y dinero y una casa, un chalet grande como ese y con unos muros tan grandes y blancos y fuertes como aquellos que él veía. ¡Con María a su lado pescaría todos los peces del mundo!

Antes de que aquella asistenta con la piel tostada y el grano en la nariz y la voz de trueno le cerrara la puerta, el joven Marcos alcanzó a ver a un niño. Estaba en un sofá bajo una ventana, tumbado, callado. Él también lo miró a él. 

Esa fue la primera vez que nuestro Andalucio vio a nuestro Marcos.






martes, 20 de diciembre de 2011

Teatro III


Teatro II

Escena: Proleto hace cola ante una oficina de empleo. Se pude ver el rotulo garabateado en un cartón rectangular que sujetan dos harapientos.

Proleto enciende el último cigarrillo del paquete. Un hombre que está delante de él dice:

Hombre: ¿Ha visto usted qué desfachatez, llamarle a esto oficina de empleo?

Proleto: Sí, puede que tenga usted razón, podrían haberle puesto degolladero de corderos.

Los demás que hacen cola cantan, por el ritmo se diría que son unos tanguillos de Cádiz.

Aquellos euros que tanto en Europa dieron que hablar.
Que eran custodiados por los Mercados, ay dónde estarán.
Fue la banca por su ambición la que los secuestró.

Para salvar al euro todos se apretaron un montón.
Bueno, todos no, todos menos los de arriba.
Para salir de la crisis hay que tener un padrino en el FMI,
otro en el Banco Mundial
y otro, para que el trío carabelas ruede bien,
en el bece (BCE).

No salgas a la calle a protestar
porque con un buen palo te van a golpear
unos que dicen que son
LAS FUERZAS DE SEGURIDAD NACIONAL.

Proleto apaga su cigarro y lo pisa con alevosía, regodeándose al pisarlo como si en lugar de la colilla de su último cigarrillo, aplastara al que le vendió todo aquel humo.

Proleto: ¿Cómo me dejé engatusar por el jefe? Un obrero es siempre un hombre honesto, de un jefe no siempre se puede decir lo mismo. Yo estoy aquí en la cola de la oficina de empleo, que no emplea a nadie, y que paradójicamente va a reducir su plantilla para reducir gastos. Manda güevos. Decía que yo estoy aquí expoliado, estafado, vilipendiado y arruinado pero el que me convenció para que me lanzase al mundo maravilloso al que me invitaba a entrar con todas las facilidades del mundo.

Hombre: No se queje amigo, pero si le sirve de algo el agravio comparativo, mire usted para el sur de África, pero para qué ir tan lejos si aquí nos estamos dando de tortas por un curro de mierda, pagado con un sueldo miserable, y echando más horas que el guarda de Salvana.

Proleto: No, si no me quejo, lo que pasa es que estoy harto de tanta trampa, y que ahora tengo que seguir pagando aunque la casa la esté disfrutando el banco. ¿Y qué es Salvana?

Hombre: Que no sabe usted lo que es Salvana, va usted apañado. Pero otro día se lo explico, tampoco es nada nuevo bajo este sol de acero.

Se enciende un gran proyector que simula al sol. Al fondo bajo la circunferencia que deja se puede ver, un hombre sentado en postura pedigüeña. De nuevo los integrantes de la cola entonan los tanguillos de Cádiz, repiten varias veces la estrofa:

No salgas a la calle a protestar
porque con un buen palo te van a golpear
unos que dicen que son
LAS FUERZAS DE SEGURIDAD NACIONAL.

Se va bajando el telón lentamente. El escenario es abandonado por los actores que salen dejando solo un murmullo de fondo. Se hace el silencio, solo se percibe la respiración de los espectadores y alguna tos que parece venir de los pasillos exteriores.

Proleto recoge un pedazo de cartón y escribe sobre el mismo:

 "A TODOS LOS CIUDADANOS DE FUENGIROLA:

En época de crisis económica vivir es una guerra de trincheras: cada palmo de terreno cuenta.

Nuestra consigna es: "Por el indefenso, con el indefenso y para el indefenso."
Proleto: Yo soy el indefenso, yo soy el humillado, yo soy el maltratado por el mercado, y fustigado por los políticos que alentando y alimentando a sus fieras están, porque necesitan afirmarse en su “ilegítimo” poder. 

El telón va subiendo lentamente dejando ver poco a poco un horizonte incierto. Se escuchan murmullos y aplausos. Sale un grupo de obreros y mirando al público cantan:
"A TODOS LOS CIUDADANOS DE FUENGIROLA:

En época de crisis económica vivir es una guerra de trincheras: cada palmo de terreno cuenta.

Nuestra consigna es: "Por el indefenso, con el indefenso y para el indefenso."

domingo, 18 de diciembre de 2011

Ascenso y caída de don Andalucio. III


III.


Andalucio Cortado: ese es el nombre y ese es el apellido de nuestro insigne héroe.

Niño mono y guapo aunque, es verdad, "algo raro," como dijo una vez la señora de Mostrenco en privado a otra de sus amigas del alma, nuestro Andalucio Cortado esperaba pocas cosas de la vida en estos momentos, pues solo tenía ocho años, salvo aquel balón de fútbol de color amarillo y blanco al que intentaba dominar a base de torpes patadas desde que su padre Ricardo Cortado lo adquiriera para él en uno de sus viajes a Londres que él aprovechaba para, además de trabajar, hacer otras muchas cosas que luego el lector verá durante el transcurso de esta épica personal. La señora de Cortado, doña Rosa Palo, acababa de entrar en el jardín acompañada de sus amigas la señora (Luisa) de Mostrenco, la señora (María) de Petardo y la señora (Isabel) de Tirado, de modo que será mejor que registremos sus palabras y nos movamos hacia adelante.

--Tu hijo es una ricura, Rosa --dijo la señora (Luisa) de Mostrenco sentándose como el resto de sus queridas amigas en una de las sillas de mimbre coronadas por un cojín blanco junto a la mesa de hierro negro en cuyo mantel blanco con arabescos azules y rosas y verdes había depositados sendos platos pequeños y muy coquetos de barro cocido, con sus respectivos cubiertos acompañados por sus respectivas servilletas blancas bien dobladas con esmero. Sobre la mesa había numerosas fuentes rellenas de tartar de atún con guacamole, mini hamburguesas de foie con bogavante, berenjenas con vinagre balsámico de chocolate, tortitas de camarones, sin olvidar tampoco (la señora de Mostrenco no podía evitar mirarlas a cada momento) aquellas sabrosas croquetas de gambas con perejil y limón, o los espárragos con aceite y huevo duro, todo ello acompañado por sendas botellas de vino blanco y tinto que estaban sobre la mesa tan firmes y serias como un batallón de soldados justo después del matutino toque de corneta.

--Sí, Andalucio es muy mono, como su padre --dijo la señora de Cortado--, pero está resultando muy reservado y solitario de un tiempo a esta parte. Desde que cumplió los siete años ha ido enfermando regularmente además... --dijo Rosa entonces para luego hacer una pausa, ponerse el dedo índice con aquella uña pintada de rojo carmesí sobre su mejilla derecha, y añadir--: Estoy preocupada por su salud...

--¿Le pasa algo a tu pequeño Andi? --preguntó la señora de Mostrenco poniendo cara de payaso triste.

--¿No estará enfermo? --añadió la señora de Petardo horrorizada y desencajando su mandíbula como un caballo cuando hace una pausa durante la masticación del heno que está tragando.

--¿Acaso tiene una enfermedad grave, es eso? --dijo la señora de Tirado entonces culminando el turno de preguntas--. A mí estas cosas me asustan, ¿sabes? --añadió ella mirando a la señora de Petardo que estaba a su izquierda--; hace unos días una amiga de Málaga, bueno, no es precisamente una amiga, ¿sabes? Es una de esas personas a las que conoces, pero no siempre puedes llamar "amiga", ¿sabes? La cosa es que me contó que uno de los amigos de su hijo, que vive en..., ¿sabes dónde está la tienda de ultramarinos detrás de la catedral?

La señora de Petardo no sabía dónde estaba esa tienda y se le hizo difícil recordar dónde estaba exactamente la catedral de Málaga, pero tampoco le importaba la escasez de movimientos de su memoria porque dejó de atender a su amable interlocutora y señora de Tirado para poner todos sus oídos y toda su atención de madre casada con dos hijos aplicados y sanos en lo que estaba ya diciendo la señora de Cortado, puesto que se imaginaba que alguna epidemia desastrosa había brotado en la ciudad de Fuengirola y ella no se había enterado hasta entonces, lo que suponía "una tremenda irresponsabilidad por su parte," como se estaba diciendo ella misma en el mismo momento en que el padre de nuestro Andalucio Cortado salía al jardín acompañado por los respectivos maridos de las señoras que ya estaban a la mesa. Una tribu de niños brotó detrás de ellos como si se tratara de una invasión de hormigas y prosiguió con su juego, cualquiera que éste fuese y que nosotros desconocemos hasta el día de hoy, tal es la envergadura y el secreto que anidan en este tipo de juegos infantiles.

El señor Ricardo Cortado se acercó a su mujer y le preguntó qué pasaba con Andalucio y por qué estaba solo sin jugar con el resto de niños, a lo que Rosa su mujer le contestó con un gruñido de los suyos que valían por mil palabras. Terminada la explicación de su mujer de esta forma tan escueta, explicación que tenía que ver más con él mismo y su "dejadez como padre" (así se lo había echado en cara su mujer durante una cena borrascosa), nuestro gran hombre y padre de familia Ricardo Cortado dijo al hombretón gordo y con aspecto de asmático que ya lo estaba mirando de soslayo:

--Cosas... Ya sabes... En fin... --y con esto dicho, el señor Ricardo Cortado tuvo a bien añadir para cambiar de tema--: Parece que este año el Real Madrid ganará la liga... --En vista de que esto tampoco suscitaba una respuesta inmediata de sus interlocutores (pues eran difíciles de contentar), les preguntó--: ¿Alguien quiere una cerveza?

--¿Un vino? --preguntó el señor Roberto Tirado dando una calada a su enésimo cigarrillo.

--¿Tinto? --añadió el señor Pedro Mostrenco por fin viendo la felicidad en la tierra.

--Para mí blanco --dijo el señor Raúl Petardo sacando un cigarrillo y mirando a sus dos niñas rubias tiradas en el césped que gritaban sin parar. Habían salido a su madre sin duda.

--Naturalmente, marchando, marchando... --dijo el señor Cortado jovial y risueño poniéndose manos a la obra. Mientras abría la botella de vino blanco no pudo escapar a la conversación de las señoras, y como ésta parecía estar tocando el tema de la salud de los niños y lo difícil que es para una madre entender realmente muchas de sus conductas y comportamientos, no siendo este tema nada importante para él como hombre andaluz preocupado por otras cosas más graves e importantes como eran el fútbol o una partida de mus, nuestro señor Ricardo Cortado se fue escondiendo en sus pensamientos tan poco a poco que llegó un punto en que dejó de prestar importancia a lo que estaba haciendo, con lo que acabó por perder el control de la realidad solo para despertar, segundos después, con el sobresalto de unos gritos (los de la señora de Petardo), pues la botella de vino se había rociado sobre su escote.

--¡Presta atención, presta atención! --dijo la señora de Cortado.

--¡Oh, Dios santo y la Virgen Santísima! --gritó la señora de Mostrenco levantándose de inmediato como si hubiera visto salir de la mesa a una inmensa culebra.

--¡Un trapo, una servilleta, un lo-que-sea! --alcanzó a gritar la señora de Petardo.

--¡Horror, horror! ¿Sabes cómo se quita el vino? --inquirió al resto de la mesa la señora de Tirado mientras iba de un lado a otro como si lo que realmente estuviera ocurriendo fuera un fuego o una deflagración parecida.



A esto le siguió la llegada de los niños, las risas, la cara larga de la señora de Cortado, los comentarios jocosos y satíricos de sus compañeros masculinos a don Ricardo ("In vino veritas," fue algo que se pudo escuchar de boca del señor Mostrenco), la comida propiamente dicha, las alabanzas a los espárragos, las croquetas, la sobremesa, los comentarios sobre las nuevas elecciones y el nuevo alcalde de Fuengirola, el cual, al parecer, y todo sea dicho, era muy amigo del señor Ricardo Cortado, etc., etc. A continuación siguió una partida de mus con café y tarta de manzana y licores varios mientras los niños veían dibujos animados en el salón hasta que llegó la hora de despedirse y decir adiós; entonces la señora de Tirado le pidió a la señora de Petardo que se cuidara la salud e hiciera ejercicio, a lo que respondió la señora de Petardo haciendo oídos sordos a ese comentario tan improcedente de su amiga del alma la señora Tirado puesto que aludía, claramente, a que había ganado peso. Al final no pudo reprimir la venganza, porque antes de subirse al coche la señora de Petardo se despidió de la señora de Tirado aludiendo, de pasada, al aspecto descuidado de las manos de su amiga, cuya cara se nubló sobremanera, comentario que ésta recordaría a la mañana siguiente mientras lavaba los platos en la cocina. Finalmente, la señora de Mostrenco y la señora de Cortado se desearon lo mejor de lo mejor y mucho más que eso, despedidas éstas que desearíamos muchas otras amigas y amigos pudieran copiar y utilizar, tan falto está el mundo de sinceras expresiones de afecto y solidaridad.

Solo nos queda consignar antes de bajar el telón la imagen de un Andalucio Cortado solitario tumbado en el sofá del porche mientras su madre Rosa lo mira con los ojos entornados al tiempo que percibe cómo su marido el señor Ricardo Cortado procede a ir al salón para ver el partido de fútbol del Madrid, como era su costumbre todos los domingos por la tarde a eso de las ocho y media y como fue su costumbre hasta el día de su fallecimiento.

Momentos estelares estos que hemos registrado para el Club Slovo y que dan comienzo a la aventura más épica que jamás andaluz alguno soñase nunca realizar por estos lares, pues después de este domingo de Mayo de 1960, nuestro Andalucio sufriría una gran conmoción en su vida que registraremos en el episodio siguiente, por la simple y sencilla razón de que fue esta conmoción la que marcó el pistoletazo de salida en su fulgurante carrera como empresario y millonario de prestigio andaluz, y porque la pérdida de un familiar siempre es algo que un lector agradece que se le cuente al principio de toda historia o cuanto antes mejor.