miércoles, 21 de diciembre de 2011

Ascenso y caída de don Andalucio. IV


IV.


Por una de esas mágicas oportunidades que nos da la vida gracias a la literatura, podemos adentrarnos sigilosamente en la casa del barrio de pescadores de la ciudad de Fuengirola conocido como los Boliches y comprobar en qué estado se levanta el joven al que todos conocen en el barrio como Marcos. Y ahí está y ahí lo vemos ahora: muerto de frío, con legañas en los ojos, caminando a trompicones hasta un estrecho aseo lleno de toallas blancas usadas y unas grandes manchas de humedad en el techo, el joven se lava la cara al tiempo que la voz de don Antonio Pescante, su padre, se escucha (mal, pero se escucha) desde la cocina; una voz ronca, fría y rocosa a la que Marcos le siente un profundo respeto y que él puede escuchar desde el aseo a intervalos irregulares:

--Pescaremos en... no lejos de... sí, lo llevo...

--Bien --Esta es la voz de su madre, doña Juana--. Pero ten...

--Lo tendré...

Marcos siente una mano tocando la suya mientras termina de lavarse los dientes; se trata de la hermana pequeña de la familia de los Pescante, la joven Lucía, que lleva en su regazo a Pico, el perrito que su madre le ha regalado hace una semana. Pico tiene cara de sueño, las orejas marrones caídas y un hocico negro sembrado de bigotes color vainilla que no paran de vibrar al interpretar las señales que le llegan de aquel sitio que los humanos llamaban aseo. Desconocemos si Pico supo dónde estaba en esos momentos, pero una cosa estaba clara: no le gustaba el olor que había allí y nunca entraba solo bajo ninguna circunstancia si no era porque Lucía lo llevaba en su regazo como ahora.

--Dile hola a Pico --dice Lucía a su hermano que tiene aún los ojos medio cerrados y la boca llena de dentífrico. Marcos abre la boca y dice apenas siendo capaz de pronunciar las palabras:

--Ho'a, 'ico --Tras escupir en el lavabo y enjuagarse bien, lo repite, esta vez bien--: Hola, Pico, buenos días.

En vista de que Pico no dice nada en respuesta a este saludo cordial y amable salvo lamerse los hocicos con su lengua de color rosa, su ferviente admiradora y madre adoptiva Lucía responde en su lugar:

--Tienes que decir hola cuando te saludan, Pico --dice la niña acariciándole una y otra vez la cabeza como si lo estuviera peinando mientras lo mira a los ojos--. ¿No dices nada? Bueno, ya te iré yo enseñando. No te preocupes. Ya verás --Y a continuación un beso. No, dos. Tres. Pico es todo un don Juan como vemos.

En el salón comedor se escucha ahora la voz grave y firme del locutor del telediario del canal 1 resonando alrededor de la mesa de madera de pino cubierta por un mantel blanco sobre el que hay unos platos, vasos, tostadas calientes y leche, galletas, un tarro de Cacao y una jarra de hojalata llena de humeante café. Frente a la mesa está el aparador de madera de pino lleno de fotos de los abuelos y tíos y tías dejando el sitio justo en el centro para que se vea la televisión, encima de la cual hay un pequeño reloj de plástico blanco y una pequeña estampita de la Virgen del Carmen. Unos cuadros de pescadores y barcas con mucho mar azul a sus espaldas colgados de las paredes conforman junto con un sofá y un sillón marrón el mobiliario del salón, si ignoramos y dejamos sin comentar, cosa que no haremos, esa muñeca rubia de traje blanco propiedad de Lucía que está tumbada ("Está durmiendo," suele decir su dueña cuando no juega con ella) en una silla de las cuatro que están en fila junto a la pared, debajo de un gran espejo que nos muestra la imagen invertida de la familia que desayuna. Una cesta de ropa limpia aún por doblar y colocar en su sitio está junto a la puerta de la habitación del matrimonio de la que solo se ve desde el salón una esquina de la cama (sin hacer) sobre la que hay un gran cuadro de la virgen María. Un calcetín negro solitario se ha caído de la cesta, y está ahí, en el suelo, sin que nadie se haya dado aún cuenta de su tragedia.

Son las nueve de la mañana cuando Marcos sale de casa con su padre rumbo a la playa donde les espera su tío Juan para ir a pescar. Marcos ya tiene once años y parece estar listo para aprender el oficio con el que se ganará la vida y el futuro, aunque hoy no es un día muy propicio porque hay mucho viento de Poniente y el mar está revuelto y la cara de su tío Juan lo dice todo además. Ahora dice a su hermano tirando el cigarrillo y poniendo esos ojos que pone cuando está pensando algo que le preocupa:

--Hoy será mejor que no venga --dice el tío Juan a su hermano Antonio--. Pero tú verás.

--Demasiado Poniente --dice Antonio lentamente tras reconocer el riesgo de la mar esta mañana; luego, mirando a su hijo, le dice--. Vendrás otro día más tranquilo. No hay prisa. Anda, vete a casa.

En casa, doña Juana tiene trabajo para él. Comprar algo de carne en el Mercado, y algo de fruta también; preguntar, "no se te olvide," si doña Isabel está en casa y si está, decirle que la tía Rosario quiere hablar con ella. Todas estas cosas las hace Marcos para cuando han dado las doce y su mente está ya con María, la joven en la que se ha fijado desde hace ya unos meses. Marcos no sabe ni podría explicar qué le gustaba más de aquella joven de pelo negro y ojos marrones almendrados, pero sí sabía que le gustaba, que le gustaba mucho, porque cuando se llevaba semanas sin verla todo se hacía tan insulso y monótono. Su corazón estaba en aquella calle de María por la que ahora pasaba, mirando, para despistar, al cielo, al suelo, a la casa de doña Patricia, de doña Florencia, a una pareja de turistas rubios ("Son finlandeses, hay muchos," se lo dijo su amigo Juanito), en fin, miraba a todos lados de esa calle menos a ése en donde estaba precisamente la casa de ella, la casa que más le importaba, la casa que le ponía contento mirar. Hoy no tuvo suerte y no estaba con sus amigas, pero el simple hecho de haber estado cerca de donde ella estaba suplía una derrota tan pequeña como esa. Se imaginaba con ella de la mano, yendo los dos juntos, por la calle, delante de todos; no le importaba lo que le dijera el bruto de Juanito, porque Juanito no sabía lo que él sabía: que María era más que todas las demás niñas del barrio, y sí, era solo una niña y ellos solo dos niños y estar con niñas era de mariquitas, pero no había forma, porque Marcos estaba encantado cuando la veía. Pasando por la barbería ya había unos cuantos charlando y fumando. Se aprendían cosas allí. Cosas que uno no escuchaba en otros lados.



--Está que no da pie con bola. Roto. Tieso. Pa'tirarlo.

--Ya. Es lo que pasa cuando uno se cree el listo del pueblo.

--Niño --le dijo Tomás el de doña Paca, el mayor, el que había estado en Ceuta--, este no es tu sitio. ¿Y tu padre?

--Deja al niño en paz, Tomás. 

--Lo dejo en paz, lo dejo.

--Es el hijo de Antonio.

--Buena gente, tu padre, bueno, bueno. ¿Tú también serás pescador?

--Sí --contestó Marcos por inercia.

--Bien. Bueno. Eso está bien. Hay que trabajar y ser honrado en la vida, ¿eh, Raúl?

--Y tanto --dice Raúl mirando al suelo y contando las veces que ha escuchado eso de boca de su propio padre.

--Bien. Bueno. Eso está bien, está bien. Niño... --dijo Tomás el de Ceuta a Marcos--: Ven, acércate, hombre, que no te voy a comer...

--Es tímido. Déjalo. ¿Hay pa'rato? --pregunta un paisano de generosa panza cervecera al barbero, el cual lo mira y le dice:

--Depende --dice. Sonriendo luego, añade--: No tardo, hombre, no tardo.

--Va, espero --dice el paisano sacando un cigarrillo y hablando con otro del último partido de fútbol del Madrid. Tomás el de Ceuta, que es alto y delgado y ha recorrido mundo le ha dicho algo al oído a Marcos, que se le ha acabado acercando por fin; luego dice en alto tras haberle dado, así se lo parece a él, la clave de la vida, la que tiene que conocer para evitar los errores que él mismo ha cometido, porque Tomás el de Ceuta es un hombre de mundo y ha tenido que aprenderlo todo él solo y, claro, errores, lo que se dice errores graves, no ha cometido, pero bueno:

--Haz eso y llegarás lejos, ¿eh, Raúl?

--Y tanto --dice su sombra Raúl sumido aún en sus recuerdos.

--Bueno, hombre, bueno, bien, eso está bien --volvió a decir Tomás el de Ceuta mirando a Marcos. ¿Quieres entrar? ¿No? Bueno, hombre. ¿Pues qué quieres?

--No habla mucho. Parece. Su padre tampoco.

--Eso está bien. No hablar. En Ceuta recuerdo a uno que no paraba y nos tenía a todos que nos cagábamos en sus muertos, con perdón --dijo entonces Tomás el de Ceuta mirando a Marcos--. Venga a hablar y hablar y que si su novia era de Málaga y él iba a trabajar en el muelle o yo qué sé, porque su padre, el de su novia, lo iba a meter. La cosa es que fue así. Un día estábamos bebiendo en un bar en Ceuta y se metió en un problema con un moro. Y aquello fue la hostia. Pim, pam, pum. Por aquí, por allá, una en la boca y otra en pim, pam, pum. Sarta de hostias buenas que le dio. El moro lo denunció. Un día estábamos en el barracón y llegó el cabo. Un tonto de la hostia. Y dice. Y grita: ¡González Collado! Y el otro se fue acojonado. Lo metieron en el cala una semana. El moro era amigo de alguien que era amigo del sargento.

--Los moros. Cuidado con los moros --dijo uno saliendo de la barbería recién afeitado. 

--Y tanto --dijo Raúl.

--Cuidado con los moros. Ya te digo --dijo Tomás el de Ceuta poniendo cara de guerra.

--¿Has visto a la Jacinta? --le preguntan a Tomás el de Ceuta.

--No. ¿Por? --dijo Tomás el de Ceuta cambiando el gesto de la cara--. ¿Por?

--Por nada. Parece que preguntó por ti el otro día. ¿No fue? --preguntan a otro.

--No sé --contestan--. Puede. 

--¡Mujeres! --dijo Tomás el de Ceuta.

--Cuidado con ellas. Más peligro que un moro --dijo otro.

--Cuidado con ellas, ¿eh, Raúl?

--Y tanto --añadió Raúl.

--Estás raro tú, Raúl. Qué pasa --dice Tomás el de Ceuta. 


Uno que llega, de unos cuarenta y más gastadas y secas las mejillas de su cara que una mojama, por lo que parece que tiene sesenta. Asoma la cara dentro de la barbería y pregunta al barbero:

--¡Eh, Paco, pa'cuánto!

--Depende --dice Paco. Luego añade--: Veinte minutos.

--Eso dijo hace veinte y aún estamos aquí --dice Tomás el de Ceuta--. Oye, tú --le dice a uno que ya se va cansado de esperar--. Luego hablamos tú y yo de la Jacinta, que te he visto venir y no te escapas sin decirme punto por punto qué pasa con la Jacinta.

Marcos no sabía de mujeres y por eso iba a la barbería. Allí se aprendían esas cosas. Cosas importantes que solo los hombres sabían. Para cuando Raúl y Tomás el de Ceuta se enfrascaron en una conversación sobre jornales y alguien que había ganado algo de dinero llevando y trayendo cosas de Gibraltar, que eso era trabajo y no otros, nuestro joven Marcos vio a María de la mano de su hermana mayor Ana. Si le hubieran dicho que lo hiciera jamás se habría atrevido, pero el hecho es que corrió hacia ellas y se puso al lado de la hermana mayor de María y le preguntó a dónde iban. Iban a la casa de una familia a trabajar. De qué. De qué va a ser, niño: a limpiar. ¿Tú no tienes nada que hacer? Vete a casa, anda. Pero no se va; se queda. Las acompaña callado y a ratos ruborizado, porque la hermana mayor de María parece saber mucho de lo que él se suponía que tenía que esconder pero ella ya sabe. 

--Tu eres el hijo de doña Juana, ¿verdad? --dijo la hermana mayor de María poniendo cara de muy seria y muy seria de verdad. Marcos contestó que sí con la cabeza.

El niño no sabía que más decir por lo que no dijo nada, limitándose a acompañarlas mientras Ana le decía a su hermana pequeña María, que había dicho algo sobre el ritmo tan rápido de andar, que no dijera nada, que ella ya tenía suficiente con tener que hacerse cargo de ella, que no había derecho, que siempre le tocaba a ella todo, y Marcos y María entonces se cruzaron una mirada y sonrieron. Aquello fue algo especial porque significaba que María y Marcos eran amigos y Ana no. Nunca antes fue un enemigo tan bienvenido para Marcos, pero así fue y así lo estamos viendo. Callados y a ratos cruzándose unas sonrisas, llegaron María y Marcos y su mutuo enemigo Ana media hora después a una casa del centro de Fuengirola, una casa que era un chalet grande, con muros grandes que daban a la calle, grande de verdad, y entonces vio a esa mujer que les abrió la puerta que habló con Ana y luego miró a Marcos el momento justo para preguntar:

--¿Él también entra? --No, él no entraba. 

--No, no --contestó Ana a la sirvienta--. Es un amigo de mi hermana que nos ha acompañado --dijo el enemigo de Marcos, y aquello sí que fue especial, porque significaba que eran en verdad amigos a partir de ahora. Marcos y María. Bonito nombre para un barco de pesca. Algún día se lo pondría al suyo. Y tendría una flota de barcos de pesca y dinero y una casa, un chalet grande como ese y con unos muros tan grandes y blancos y fuertes como aquellos que él veía. ¡Con María a su lado pescaría todos los peces del mundo!

Antes de que aquella asistenta con la piel tostada y el grano en la nariz y la voz de trueno le cerrara la puerta, el joven Marcos alcanzó a ver a un niño. Estaba en un sofá bajo una ventana, tumbado, callado. Él también lo miró a él. 

Esa fue la primera vez que nuestro Andalucio vio a nuestro Marcos.






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